Prólogo al «Tratado de ateología» de Michel Onfray, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 2005.
Los difíciles momentos de cambio que estamos viviendo indican que ha llegado la hora de repensar si es posible liberarnos de las moralinas que en nombre de lo divino atentan contra el deseo y la razón, tal como propone Michel Onfray en este lúcido libro. Oscuros dispositivos religiosos promueven simulacros como si fueran realidades. Los tres grandes monoteísmos vigentes atentan contra el cuerpo, el placer y la vida. Se pliegan así a un nihilismo negativo que cree en ficciones, inventa culpas y produce sometimiento. Sin embargo, se puede pensar en un crecimiento fructífero y poderoso que emanaría de un nihilismo positivo, cuya inmanencia despojaría al cielo de falsos dioses y reforzaría la voluntad de existir. Tomaríamos distancia así de las posiciones metafísicas que nos emborrachan con el fiero aliento de los fanatismos trascendentes.
La astucia del accionar teocrático no sólo reafirma el engaño conceptual de los creyentes, ha inseminado también los estamentos laicos. Es cierto que algunos monoteísmos encuentran adhesiones menos ostentosas que en otras épocas. Pero siguen convocando multitudes ante la muerte de un líder, siguen manteniendo cruzadas religiosas suicidas, siguen invocando principios divinos para expropiar, excluir, torturar, matar. Se esgrimen ideales teocráticos tanto para enjuiciar las cotidianidades humanas como para justificar las guerras soeces. Pues, según el autor, a pesar de los infantilismos conceptuales, la crueldad con los no adherentes, las contradicciones ontológicas y la moral pacata, las grandes religiones gozan de buena salud. Lejos están de debilitarse y sus súbditos de insubordinarse. Hasta los laicos –por infiltración cultural– asumen sus códigos domesticadores. Esos principios morales soterradamente propuestos por los delirios apolíneos de los monoteístas, que son enemigos naturales del amor pleno y de las alegrías sin sordina.
Sostiene Onfray que la influencia de la normativa cristiana circula por el entramado social. Incide en valoraciones y decisiones amordazando los sentidos, acallando los deseos, atacando la emancipación personal y promoviendo la intolerancia. Sorprendentemente el judaísmo y el islamismo sucumbieron, sin mucho esfuerzo, a la corriente moralizadora cristiana. De modo tal que los valores enarbolados por los tres monoteísmos constituyen una coacción sobre los sujetos. Y no sólo en el interior de las instituciones religiosas: esa imposición está presente también en los sistemas jurídicos, médicos, militares, pedagógicos, científicos, políticos y sociales.
La pulsión de muerte que moviliza a los artífices de la unicidad divina no se detiene en los límites de cada religión, señala el autor. Se expande por la historia e infecta la cultura. El baño metafísico en el que los poderes religiosos sumergen a sus fieles inunda a la sociedad en su conjunto. La normatividad cristina –burda copia desangelada de ideales paganos– demostró ser tan eficaz para el dominio, que sirvió de modelo no sólo a los demás monoteísmos, alcanzó también a las instituciones laicas que –con distintos grados de discernimiento– se dedican a someter a las personas.
La crítica de Onfray llega hasta el psicoanálisis, que a pesar de ser tan crítico en sí mismo, se ha plegado –se supone que inconscientemente– a una moral religiosa fisgona de las libertades corporales. De hecho, podemos acordar que la nueva teoría sexualizó la culpa y culpabilizó clínicamente ciertas elecciones sexuales. Freud no descontextualizó el estudio de la histeria. Esta neurosis de alto contenido sexual, como todas las patologías por él estudiadas, se inscribe en un marco teórico referencial construido por Freud, aunque acorde con ciertos supuestos pequeño-burgueses que imperaban en su época. Es verdad que muchos de esos supuestos se perturbaron con sus teorías. Pero no pudo prescindir del imaginario en el que persistían. La satisfacción sexual “normal” debe provenir de la relación con un objeto de deseo (otro sujeto) heterosexual y consumarse de manera casi bíblica. En consecuencia, si la idea regulativa de satisfacción sexual es el modelo planteado, se infiere que quien no observa tal conducta y se excita sin consumación tradicional, es un histérico o un perverso. El equivalente clínico de un pecador, un impío o un inmundo para los diferentes monoteísmos.
En otro orden de cosas, Onfray atiende a los fundamentos de la lógica jurídica, que se derivarían de las primeras líneas del Génesis. La desobediencia de quienes quisieron saber tanto como Dios –para ser capaces de ejercer el mismo tipo de poder– desató la ira divina. El padre adorable se transmutó en juez detestable. Condenó a sus criaturas a la vergüenza, el trabajo, el dolor de parto, la impotencia, el sufrimiento, la sumisión de las mujeres y la miseria sexual. El derecho positivo, aunque se hace pasar por laico, surge de la episteme judeocristiana. Los hombres de la ley, a pesar de que frecuentemente se proclaman ateos, se pliegan a esa episteme con sus prácticas discursivas. Cuanto más incrédulos son, más se aferran con uñas y dientes instintivamente a las valoraciones morales coercitivas provenientes de los teísmos.
Ya Immanuel Kant decía que nadie puede demostrar la existencia de Dios, aunque tampoco su inexistencia. Ahora bien, Onfray apunta que si la existencia de Dios impidiera el odio, la mentira, la violación, el saqueo, la violencia, el desprecio, la corrupción, la paidofilia, el infanticidio, en fin, el resentimiento y la maldad, los altísimos jerarcas religiosos y sus ejércitos de rabinos, imanes, curas y creyentes descollarían por sus virtudes. Ello, al menos, demostraría a los ateos la excelencia moral del estatus religioso. Sus comportamientos ejemplares serían una prueba irrefutable de que algo superior conduce sus acciones. Lejos estarían de someter sexualmente a las personas, de alentar masacres suicidas o de invadir territorios ajenos. Sin embargo, en sus alforjas históricas llevan personas calcinadas en hogueras, pueblos sometidos en nombre de guerras santas y discriminaciones avaladas por supuestas verdades religiosas. La prueba de la existencia de tales verdades se reduce a la suma de errores repetidos.
Friedrich Nietzsche, recordemos, se pregunta: “¿Qué es la verdad?”. Y propone: un vivaz ejército de metáforas que a fuerza de ser transmitidas, adornadas y repetidas, después de un largo uso, a un pueblo le parecen definitivas, canónicas y obligatorias. Las verdades son ilusiones con respecto a las cuales se ha olvidado que son inventos de quienes ejercen el poder. Esas metáforas han ido desgastándose paulatinamente y perdiendo fuerza sensible hasta terminar imponiéndose como designio irrefutable.
Así, Pablo de Tarso creyó –dice Michel Onfray– que una voz sobrenatural le ordenaba sembrar el odio por el mundo. Odio a los no cristianos, a las mujeres y a la carne. No se encuentra por cierto más libertad en los otros monoteísmos. El significado de “musulmán” es “sometido, subordinado a los mandatos de Dios y de Mahoma”. Por su parte, los judíos sufren el imperativo de actuar siguiendo las prescripciones milimétricas de la Torá. Las religiones necesitan sujeción, incultura e ignorancia. Así se expanden, aseguran su existencia y –a veces– hacen desaparecer a quienes no adhieren a ellas.
Nuestro autor se solaza con reconstrucciones de este tipo. Su reflexión desmonta los principales mitos de las tres grandes religiones: el cristianismo, el judaísmo y el islamismo. El análisis devela miserias, ironías y contradicciones como quien despliega, ante asombrados ojos, una variada colección de joyas conceptuales. Se descubren intrincados dispositivos de poder que originaron y sustentan los dogmas religiosos. Onfray no desatiende tampoco la mala conciencia de los creyentes. No porque se mientan a sí mismos siendo conscientes de su impostura, sino porque sustentan una falsa representación acerca del estado de las cosas, sin ser conocedores del autoengaño. Afirman que es verdadero lo que creen y creen que es verdadero lo que afirman. La enunciación construye la verdad autenticando el extraño poder de un lenguaje que, al afirmar, convierte en real lo que enuncia.
“Los declaro marido y mujer”, dicho por la persona adecuada en una situación apropiada, instaura una realidad. De manera similar se instauran, desde lugares autoritarios, procedimientos intimidantes que mantienen a los fieles en el espíritu de rebaño, constituido por seres obedientes que contribuyen al reposo, el solaz y el enriquecimiento de los pastores.
En el presente libro se despliega una física de la metafísica y, como solución contra los devaneos místicos, se propone una ateología, concepto que, no ingenuamente (si se lo piensa desde las relaciones de poder), carece de sinónimo positivo. Esta física es abordada por Onfray mediante una deconstrucción histórica y política, que va dejando al descubierto las trampas de los monoteísmos en general y del cristianismo en particular. El autor considera que la teocracia es un dominio que va más allá de lo religioso e impregna con su pulsión de muerte a la sociedad civil. Su Tratado de ateología culmina con una bibliografía no tradicional en la que los textos se citan en medio de amenos e ilustrativos relatos. De este modo, la reflexión traspasa los límites de las cuatro partes en las que se divide la obra.
En el transcurso de la lectura se descubren valores que atraviesan a todas las religiones monoteístas, sin negar por ello sus obvias diferencias. Las tres manejan el arte de engañar a sus fieles, cercenar sus libertades, domesticarlos y someterlos inculcando la intransigencia con el pensamiento diferente. El cristianismo, el judaísmo y el islamismo, como si se hubieran puesto de acuerdo, desestiman la condición femenina, desprecian el cuerpo y descalifican los goces mundanos. Dios ama las vidas mutiladas, aunque promete edenes posmortales y defiende una moral al servicio del dominio. Impone a sus prosélitos sacrificios que les ahorra a sus dirigentes y enseña verdades que únicamente las jerarquías religiosas pueden extraer de los textos sagrados. Curiosamente, las tres grandes religiones enarbolan un libro único. Resulta paradójico que aunque no son el mismo texto para cada una de ellas, los tres registran gran similitud en sus mitos, irracionalidades, humillaciones para sus acólitos y anatemas contra los infieles.
Sin embargo, si el poder únicamente reprimiera, no podría mantenerse. Seduce con embelecos de ambos mundos. Hubo judíos que resistieron de manera militante la invasión romana. Los cristianos de la época de Constantino vieron crecer desmesuradamente su poderío político. Nuestros contemporáneos islámicos se inmolan para destruir a sus enemigos mundanos convencidos de estar adquiriendo un pasaje al paraíso. Incluso, el estallido musulmán en Irán en el siglo XX confundió –incomprensiblemente– al propio Michel Foucault.
El filósofo creyó que el ayatolá Jomeini representaba una insurrección positiva contra los sistemas de dominio occidental. Juzgó sus primeras acciones públicas como una forma moderna y original de rebelión. Es increíble que un pensador que denunciaba exclusiones de todo tipo se haya subyugado con un represor cuyo accionar –aunque más no fuera por la ideología que sustentaba– inevitablemente activaría todo lo que el pensador francés había combatido: discriminación sexual, sometimiento de las minorías, encarcelamiento de marginales, eliminación de diferentes, interrogatorios violentos, sistema carcelario, asesinato de disidentes, disciplinamiento de cuerpos y sociedad punitiva. De todos modos, se impone una aclaración: a los pocos meses de su encandilamiento con el movimiento fundamentalista, Foucault realizó una dura autocrítica acerca de su injustificable error de apreciación política.
El desfile de horrores se agudiza cuando Onfray denuncia las connivencias entre el Vaticano y Hitler, o la sangrienta toma de territorios por parte de los judíos, o las embestidas sanguinarias de los islámicos, entre otras incongruencias de quienes, por profesar creencias eternales, esperaríamos caridad, tolerancia y solidaridad. Y aunque no está explícito, de lo dicho se desprende que atropellos como los del actual imperio y sus aliados también están impulsados por intereses de raigambre teocrática en beneficio, en este caso, de los cruzados posmodernos.
Pero tanta denuncia exige salidas posibles. La propuesta ofrecida por Onfray es tan apasionada como el estilo que atraviesa de punta a punta su investigación. Se trataría de comenzar a descristianizar nuestra episteme sin ligerezas ni frivolidades, de trabajar sobre las representaciones sociales y educar las conciencias en vistas a una razón ampliada que superara las ignominias de la propuesta teológica. Esto se lograría, según el autor, con la promoción de un laicismo poscritiano, capaz de superar al actual ateísmo demasiado impregnado todavía de lo mismo que pretende combatir. Quienes tomen la posta del nuevo ateísmo deben saber que toda promoción metafísica o religiosa tiene la posibilidad de invadir nuestras instituciones y nuestras subjetividades. En función de ello, se debe estar conceptualmente en estado de alerta. Se trataría de una especie de vigilancia epistemológica del ateísmo, de una tarea militante y opuesta a cualquier elección entre cristianismo, judaísmo o islamismo.
Un principio divino es sólo un conjunto de palabras. No hay entidad que lo sostenga. Más allá no hay nada. Pero en este mundo, en la contundente realidad de la inmanencia, existen pensamientos alternativos a la filosofía teocrática hegemónica. Existen sujetos alegres que aman la vida. Hay materialistas, cínicos, hedonistas, sensualistas, dionisíacos. Ellos –señala Michel Onfray– saben que sólo tenemos un mundo y que al negarlo nos arrojamos a la pérdida de su uso, disfrute y beneficio.
Esther Díaz
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