Vivimos rodeados de personas, animales, medios de comunicación, música y toda clase de tecnología maravillosa. Sin embargo, el sentimiento de soledad acosa al hombre actual y le provoca tristeza. Tal estado de ánimo es, probablemente, provocado por él mismo si decide y acepta sumirse en la intemperie espiritual. Algunas personas encuentran en la fe un paliativo, otras en el servicio al prójimo o en las artes. El devenir de los tiempos, apresurado por la cibernética, ha logrado que los días que antes se demoraban veinticuatro horas, parezcan mucho más cortos. Hay demasiado qué hacer, saber, investigar, curiosear. Es preciso trabajar el doble para lograr los medios económicos que permitan adquirir lo que la cultura contemporánea exige. Falta tiempo para la intimidad, la ternura, el amor. Los padres no disponen del tiempo que sus hijos necesitan y, a la vez, los niños se obnubilan ante la pantalla de la televisión o los auriculares que los convierten en autistas y objetos de consumo. Tampoco ellos responden adecuadamente durante los ratos que sus atareados padres les pueden dedicar. A menudo las parejas no coinciden en sus horarios y pierden la posibilidad de intercambiar vivencias. Las personas mayores que no previeron el advenimiento de una oleada inmanejable de novedades, no consiguen adecuarse a la computadora, a Internet, a los celulares, a los mp3, a las fotos digitales. El resultado de tanta confusión y carencias es una soledad penosa aunque llena de ruidos cercanos.

Martin Buber, el gran filósofo judío, escribió sobre el problema mucho antes de esta época de cataclismos en materia de cultura. En su libro “¿Qué es el hombre?” sostiene que las dificultades de las personas tienen origen sociológico: consisten en “la disolución progresiva de las viejas formas orgánicas de la convivencia humana directa” y ubica el comienzo de esta situación muy atrás, en la Revolución Francesa, cuando nace la sociedad burguesa y sus consecuencias. “Las formas orgánicas como los partidos, las instituciones deportivas y los sindicatos pueden despertar pasiones colectivas y llenar la vida”, escribe Buber, “pero les resulta imposible restaurar la seguridad perdida”. Por lo tanto, la soledad acecha, creciente. Completa el filósofo la idea al calificar la crisis contemporánea de “rezago del hombre tras sus obras. Es incapaz de dominar el mundo que ha creado, que resulta más fuerte que él y se le emancipa. Las máquinas que se inventaron para servir al hombre en su tarea acabaron por adscribirlo a su servicio”.

Gran parte de la humanidad sufre un pavoroso vacío existencial. Casi han desaparecido los valores, los sentimientos se ocultan o, caso contrario, se expresan con violencia, el nihilismo se esparce como un virus, se busca refugio en las drogas. Mucha gente desespera tratando de encontrarle un sentido a la vida sin percibir que ese sentido es, simplemente, vivirla. Vivir cada momento concreto y real. La soledad penosa, el sentirse solo, puede combatirse con libertad espiritual, sin dejarse condicionar por los factores imperantes. Los seres humanos, a diferencia de los animales, vivimos mirando al futuro. Tal vez se necesite más fe en ese futuro. No es fácil adquirirla pero es lo único que puede condicionar los estados del ánimo; al fin y al cabo, la vida exige a cada paso asumir responsabilidades propias y ajenas, grandes o pequeñas. Ningún instante se repite, nadie deja nunca de necesitar al otro. Entonces, es posible sobreponerse mediante una actitud valerosa: mirar alrededor y aceptar cargas, dolores y esperanzas. Algo siempre nos está esperando, todo ser humano tiene una obra inconclusa. Indagar dentro de uno mismo para esclarecer ese algo que no siempre es visible pero que tiene un significado, puede restaurar las fuerzas del espíritu. Cada uno decide, finalmente, si desea o no hundirse en el desierto. Y existe también en el ser humano, por fortuna, la posibilidad de gozar de estar solo. De percibir el silencio, perder la mirada en las estrellas, dejarse estar. De comer cuando hay hambre y dormir cuando hay sueño, sin horarios. En la más absoluta y placentera soledad.

Socorro González Guerrico